El espacio abierto


Una mañana, la última en Valdocco, tengo un rato libre y me instalo en el aula en la que venimos trabajando. Armo una mesa de libros.

Los dispongo, en realidad, en distintas secciones, que tenían que ver con cosas que veníamos hablando con los chicos de Puentes Culturales: una de lectura más individual, otra para leer a otros chicos más pequeños, otra pensando en grabar poemas y cuentos en la radio. Vienen algunos de los integrantes de Puentes y se sientan a leer, a explorar. Luego, en el recreo de secundaria, se suman algunos otros. Se arma rápidamente un clima de espacio de lectura.

Pienso entonces en la importancia del espacio abierto. Hasta ahora, lo veníamos planteando, en Valdocco, con la música: que la sala permanezca abierta con un referente todo el día, para que quien quiera pueda ir a tocar, a investigar. Pero lo mismo podría ser con la biblioteca. Aunque sea una o dos veces por semana, con horarios fijos, que esté abierta.

Con uno o dos referentes, los libros fuera de los estantes, un sistema de préstamos y lectores en voz alta disponibles para prestar su cuerpo a los textos y, además, recomendar. Un ofrecer permanente, disponible, que esté presente todo el año. Para que quien quiera, cuando quiera.

Se que esto es bastante obvio. Es ni más ni menos que una biblioteca. Pero, por lo pronto, en Valdocco, y aún habiendo libros, no existe. Los chicos ni saben qué libros hay, y no tienen muchas oportunidades de explorarlos. Y, ampliando más, pocas bibliotecas en el país, por lo que conozco, tienen espacios así. Cuentan con libros, sí, y personas, y un lugar. Pero el espacio pocas veces es de ofrecimiento y es, en este sentido, abierto.

Entonces, no está de más describir brevemente la propuesta, volver a empezar desde lo muy chiquito, y describir un poco lo que sucedió esa mañana, aunque sea en un mapa breve.

Además, personalmente, me doy cuenta que vuelvo a valorar mucho este espacio que, para mi fue, de chico, hecho por varias bibliotecas: la de casa, la de la escuela, la pública (en realidad, privada pero abierta a cualquiera que quiera ser socio, La luna, con Roberto Sotelo). “Lo único que cuenta es lo que se ofrece. No el minuto después. No su excesiva valoración” (Carlos Skliar, cito de memoria de La intimidad y la alteridad, perdón si, tal vez, lo modifiqué).





Almohadones, alfombra, sahumerio, música. Además, y esto es importantísimo, los mediadores. Con sus cuerpos, sus miradas, sus voces, sus palabras. Los vínculos humanos. Las relaciones sociales sosteniendo los recorridos de cada uno.

Sacar los libros. Abrir las historias. Llenar el aire de horizontes.

De la diversidad

Esa mañana, variedad de escenas. En un aula, en una mesa.

Maite copió, inventándola, la historia de Trucas (ver en la entrada Recorridos lectores). Ahora lee Cosas que pasan, de Isol.

Celina lee, contenta, a Nicolás Guillén. Era ése, Sóngoro Cosongo, el libro que quería desde que lo descubrió el pasado jueves.

Franco entró preguntando “qué hay que hacer”. “Hayquenada”, le respondí. Y le conté que los que tenían ganas estaban leyendo o explorando libros. Agarró a Salgari: Los dos tigres, en edición Robin Hood. Y no para.

Vanesa leyó, primero, como siete capítulos de Pinocho. Después, como, según me dijo, “no sabía que hacer”, escribió un cuento. Y ahora lo pasa en limpio. Me llama, entonces, y me dice que, al reescribir, no está poniendo lo mismo. “Estoy poniendo otra cosa”. Cuando termina, nos regala la hoja.


María, de las coplas de los fileteados, patas en una silla, hace rato con Villafañe y el Gallo pinto. Ida y vuelta, mate de colores. Tranquila está, María.

Alejandra entró y se quedó un rato calladita, sentada. Estaba, me dijo, cansada. Luego me pidió que le recomiende algo. ¿De qué clase? Novela. Le mostré El vizconde demediado, de Calvino, y le leí la parte de atrás. Se lo llevó, para empezar a leerlo y ver si se lo lleva al viaje.

Yo converso con el que quiera, me acerco, miro, leo, escribo. Y disfruto de la intensidad de los muchos mundos que, ahí dentro, están conviviendo.

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