Bibliotecas, lectura y comunidad

A comienzos de este año, escribí y presenté, en un congreso de Lectura y vida, un trabajo sobre el concepto de sujeto lector colectivo. No voy a repetir acá todos los argumentos que allí estaban (quien quiera puede pedirlo y lo mando) pero la idea central era que, en el campo de la formación de lectores, no es sólo a los lectores en tanto individuos que podemos apuntar como destinatarios de los proyectos, sino también al lector en tanto colectivo, en tanto comunidad lectora. Si pensamos la lectura en tanto producción de sentidos, esos sentidos son muchas veces construidos en procesos colectivos, que es imposible desarmar en escenas individuales. Lo que lee la comunidad, como un todo, es distinto a lo que lee cada persona, por separado. Y una cosa es tan importante como la otra.

Esta idea de sujeto lector colectivo tiene, al menos, tres conceptos base: el de intersubjetividad, el de hecho social y el de comunidad. Es sobre este último que quiero escribir un poco ahora. Y es que, en los últimos días, se hizo presente en más de un encuentro.

Antes de eso, quiero hacer una breve disgresión sobre la categoría de ayllu.

Para quienes no conocen esa palabra, el ayllu es el concepto de comunidad andino. O algo así como eso. Es un concepto complejo y, obviamente, al escribir esta entrada, no estoy chequeando libro alguno. Bienvenidas las correcciones. Pero como para describir brevemente algunas de sus características, que acá me interesan, el ayllu basa sus lazos sociales en prestaciones rotativas de trabajo. Es decir, en intercambios que no son monetarios, sino construidos a través de la reciprocidad en tareas, que redundan en el bien común. Ser parte de un mismo ayllu, que es una familia ampliada, implica ciertos derechos y obligaciones de trabajo.

Según muchos investigadores, que estudié, mayormente, en la carrera, el ayllu persiste desde mucho antes de la conquista, mucho antes incluso del imperio inca, hasta la actualidad, aún con sucesivas y numerosas transformaciones. Es lo que planteó, en su momento, Mariátegui, haciendo la apuesta por una llegada al comunismo que, en los países andinos, no tuviera que atravesar el capitalismo, sino que se construyese directamente desde las comunidades ya existentes. Y es un hecho que pudimos constatar en varias ocasiones, en nuestro recorrido por estos lares.

Una de ellas, el jueves pasado. Ya en la entrada Las bibliotecas II hablé sobre Teodoro y la red de bibliotecas que, en este momento, él coordina. También en esa entrada conté que, al preguntarle cómo se financian estas bibliotecas que no tienen socios ni reciben, en su mayor parte, aportes estatales, me contó que varias de ellas reciben dinero directamente del barrio, de la comunidad, a través de pequeños impuestos que no pasan siquiera por el municipio. El más común es una pequeña adición al impuesto del agua, que, en algunos barrios, no es un servicio municipal, sino barrial. Además, me contó que algunas de las bibliotecas fueron construidas por los vecinos, en un trabajo conjunto.

Rato antes, esperando a Teodoro, yo le había contado a Jory, quien fue el puente con la red, de las bibliotecas populares en Argentina, y el uso de la categoría de socio: en nuestro país, quien quiera participar en una biblioteca popular debe asociarse, pagando una pequeña cuota mensual, y puede así sacar libros, participar de actividades, etc. En el último tiempo vengo pensando acerca de esta categoría, que me parece sumamente interesante, pensando en la construcción y el fortalecimiento del lazo social.

Acá, sin embargo, funciona de manera distinta. Todos son, automáticamente, y sólo por estar en el barrio, socios. La biblioteca es un derecho de todos, nadie debe pagar específicamente para hacer uso de la biblioteca. Es un servicio de la comunidad hacia la comunidad. Algo que la comunidad considera una necesidad, es financiado a través de un pequeño impuesto, para que todo el mundo tenga acceso irrestricto.

Esto no quiere decir, claro, que las bibliotecas que funcionan con socios restrinjan el acceso a las personas. En general, tienen cuotas muy baratas, e incluso creo que, si alguien no puede pagar, puede ser incluso becado. Sin embargo, creo que el funcionamiento con impuesto comunal es distinto. Conceptualmente distinto. No creo que uno sea mejor que otro: creo que corresponden a distintos tipos de sociedad, y que, en todo caso, ambos tenemos mucho para aprender de los otros.

En este sentido, hay algo de las bibliotecas de acá que me resuena también hacia una idea más amplia, que tiene que ver con los derechos culturales. En el campo de la gestión cultural, la idea de que la cultura (entendiéndola como la producción, circulación y apropiación de bienes artísticos, tal como se la entiende en las áreas de cultura, y no cultura en un sentido amplio) debe autofinanciarse está muy difundida. Sin ir más lejos, acá, un proyecto muy interesante, como el mARTadero (www.martadero.org) funciona en base a ese eje. Y también lo hacen, en Argentina, y por mandato de CONABIP, las bibliotecas populares.

Yo no estoy de acuerdo, para nada, con esta idea. En la vida social, hay actividades productivas y otras que no lo son. Pero que también son necesarias. Todos (o muchos) estamos de acuerdo en que la educación, por ejemplo, debe ser un derecho al que todos puedan acceder sin restricciones. Lo mismo con la salud.

Creo que la poesía (el arte, la cultura, como quieran llamarlo) es tan vital y tan necesario en la construcción de ciudadanía, en la formación de pensamiento crítico, en el abrir espacio a la sensibilidad, en una vida digna, en fin, como la educación, la salud, etc. Todos necesitamos, en muchos momentos de la vida, de enfrentarnos al mundo desde la incertidumbre, de encontrar otras palabras, otros ritmos, de encontrar el puente del olor del infinito, la pasarela para el tigre de los sueños (Madariaga), de dejar que se nos vuele el tejado de la casa del lenguaje (Pizarnik), de cantar pío pío en las más raras circunstancias (Gelman). De ver películas, conversarlas, de bailar, de cantar, de poner el cuerpo. Y tantas cosas.

Es un derecho necesario, una necesidad, entonces, de la que debemos hacernos cargo. Y es una necesidad no sólo individual, sino también colectiva, comunitaria. Es a través del arte que un pueblo construye y cuenta su historia, que encuentra símbolos que lo representen, que transforma lo viejo en nuevo, que abre espacios para sus habitantes. El arte no es un bien de lujo.

Así, dejar talleres, espacios de cine, libros, etc., para que se autofinancien, es desconocer que tal vez el arte sea una parte de la vida que necesitamos incorporar de otros modos.

Un ejemplo, que tal vez sea forzado (en ese caso, bienvenidos los comentarios para anunciarlo): cuando leo un libro en casa, miro una película, no estoy haciendo ninguna actividad directamente (agrego este adverbio porque sin dudas lo es indirectamente) productiva, que en el momento me implique una ganancia material. Al contrario, probablemente sea una pérdida: el gasto de la compra del libro, del alquiler de la película. ¿Por qué, entonces, en el plano social, no mantenemos esa lógica, y pretendemos que una comunidad que lee esté al mismo tiempo financiándose la compra del libro y el espacio para leer?

Dicho de manera sencilla, el arte es una inversión a largo plazo. Una inversión de la comunidad en la comunidad. Y en este sentido, es a la comunidad misma (barrio, pueblo, ciudad, país / asociación vecinal / municipio / gobernación provincial / estado nacional) la que debe decidir en qué se hacen esas inversiones, y realizarlas. Asumiéndolas como un gasto temporal, pero productivo, fértil a largo plazo.

En este sentido, creo que Bolivia es un país mucho más preparado que Argentina (al menos la mayor parte de Argentina) para asumir estas necesidades. Y que, quizá, tenemos mucho para aprender de ellos.

Un último ejemplo respecto al concepto de comunidad, y al nosotros que está implicado en ella. Me lo contó Jory, hablando acerca de las características del quechua como lengua. No se si la recuerdo exacta, en todo caso la corregiré luego. Pero creo que sirve igual para hacerme entender. Una vez, un alemán subió, en su coche, un cerro, en busca de cierto lugar que quería visitar. Era, al parecer, de difícil acceso. Se encontró con un paisano, y le preguntó cómo podía llegar. Él le contestó que no era sencillo, pero que, en todo caso, el podía guiarlo. Le propuso, así, ir "en nuestro auto".

Claro que el nosotros de ese auto no es el mismo nosotros que yo uso, que muchos de los lectores de acá usamos. Pero me parece que ofrece un camino interesante.

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